Toda su vida de cura, dedicado a los más pobres
Jorge Dompablo, entre drogadictos e inmigrantes
Si no fuera por tanta gente que dedica su vida a dignificar la vida de los más pobres de la sociedad, el mundo, desde el punto de vista humano (y del económico también), sería bastante peor, más triste. Hay muchas personas solidarias, como es el caso de Jorge Dompablo, un cura de Madrid que lleva toda su vida dedicado a la causa de los más pobres: los drogadictos, primero, y los inmigrantes después. Contribuye, sin ninguna duda, a que nuestro mundo sea un poco mejor.
Ramón Ajo. España
Son las seis de la mañana. Cuando empiezan los informativos nacionales de las cadenas de radio, varios inmigrantes que viven entre la autovía de Colmenar Viejo (Madrid) y las vías del tren de cercanías de Renfe se levantan, se asean, desayunan y cogen el bus para ir a trabajar o a estudiar a Madrid. Otros, trabajan por la tarde y los que no tienen trabajo fuera de casa se dedican a limpiar, lavar ropa, hacer la comida… Todo eso ocurre en dos casas, una dejada por el Canal de Isabel II donde viven seis personas, y otra, la de al lado, a cuarenta metros (dejada por Adif), donde viven otras ocho personas y dos personas más en dos caravanas que están entre las casas. Total, una comunidad de personas compuesta por una familia latinoamericana, doce africanos subsaharianos (la mayoría musulmanes) y un cura. Esta comunidad se llama Asociación San Francisco de Asís. Por la casa han pasado ya unas cincuenta personas inmigrantes.
Primero, los toxicómanos
Antes de acoger a inmigrates fue, durante 22 años, casa de acogida para toxicómanos. No había un plan nacional contra la droga y nadie atendía a los drogadictos. Las parroquias crearon asociaciones e intentaron dar respuesta a las necesidades de estos chicos y a sus familias. Cuando llegaron los planes nacionales, regionales y municipales de droga, la actividad cesó. Como veía que eso estaba cubierto, empezaron a atender otras necesidades como los subsaharianos.
Jorge de Dompablo y Bernaldo de Quirós es un cura nacido en Las Navas del Marqués (Ávila) a finales de la década de los cincuenta del siglo pasado. Catorce hermanos, él el noveno de ellos. Cuando tenía seis años, su familia se traslada a vivir al barrio de Carabanchel de Madrid. Catorce bocas son difíciles alimentar, pero hay un colegio en el barrio en el que, en calidad de internado, pasa Jorge ocho años de su vida. Una educación un tanto férrea, como la de su casa y, según él, “una vida feliz”. Carbanchel, en la época de los setenta era un barrio conflictivo. Cuando sale del colegio se relaciona con grupos de amigos que estaban alrededor de la parroquia, al frente de la cual había dos curas, Gabriel Gómez y Enrique de Castro, muy cercanos a la gente y pendientes de los problemas de los chavales. Ya empezaba la droga en el barrio. Los dos sacerdotes le fueron abriendo a un mundo de ayuda, de interacción, de trato y de lucha y reivindicación. Con esas dos figuras más el cura de su pueblo, mas espiritual, otro estilo totalmente diferente, le marcaron y decide acercarse al seminario, justo cuando de la mano del cardenal Tarancón y de Juan de Dios Martín Velasco deciden crear una experiencia de seminario totalmente distinta hasta la de ese momento. Fue su primera comunidad, en su misma parroquia en Caño Roto. Toda su formación fue con ese proyecto de seminario, en su mismo barrio. Esa experiencia le cambió la vida, y es que desde el principio sintió que había que trabajar por la gente. Tenía clases por la mañana y por la tarde trabajaba en la tienda de ultramarinos de sus padres, porque a su padre le había dado un infarto y había que ayudar a la familia. Su primera formación, pues, en Carabanchel, donde más droga había del barrio, se concentraba alrededor de la parroquia, entre otras cosas porque los drogadictos tenían de alguna forma el amparo del cura, que siempre estaba allí para echar una mano, especialmente en los problemas con la policía. La relación de Jorge con el mundo de la droga y con los consumidores fue muy cercana.
De allí pasó a vivir dos años en San Blas y los problemas con el mundo de la droga eran los mismos, con un trabajo y una relación con los toxicómanos muy fuerte. De allí le enviaron a la UVA de Hortaleza, a su etapa de pastoral (un año de seminarista y otro, ya, de diácono), donde nada más cerrar la puerta de casa empezaron a apedrearla. Él cree que fue sencillamente para llamar la atención, para dar una señal de aviso de que estaban allí y necesitaban ayuda. “Yo no tuve miedo, si me había enfrentado a todo el mundo de la droga, había visto peleas, había ido a la cárcel a visitar a chicos” dice. Abrió poco a poco la puerta, habló con los chavales y se acabó el problema. Allí ya empezaron a acoger a chavales toxicómanos en su casa. Conectaron con la asociación de vecinos, con todo el barrio y empezaron a coger a chavales y a trabajar y a reivindicar los problemas de las cárceles y acoger a toxicómanos. Logró reunir a una montón de grupos de jóvenes del barrio, de asociaciones y abrieron una radio, Radio Enlace, que todavía sigue funcionando. Fueron dos años muy intensos, de no parar: sin coche, corriendo en metro, en autobús, corriendo a reuniones hasta las tantas en la etapa de pastoral. Y estuvo otros dos años más allí, pero ya de sacerdote. De allí le mandaron de párroco a El Berrueco y otros cuatro pueblos más, pero él seguía participando de una manera intensa en el trabajo con los drogadictos, ya que el trabajo en los pueblos era más de fin de semana.
Primeros contactos
Estando en El Brrueco, empezó a tener contacto con inmigrantes marroquís. A una de las personas que atendió en primer lugar fue a una mujer marroquí, que servía en casa de una importante persona de Marruecos, donde estaba “casi secuestrada”. Tenía que limpiar todos los días la piscina, aún en invierno sin tener agua y comía de lo que sobraba de los platos, no de la olla, de los “señores”. La sirvienta consiguió escapar de la casa y estuvo escondida un temporada en El Berrueco. En ese pueblo, al amparo de Jorge, estuvieron conviviendo una temporada un grupo de dogradictos de la asociación de Hortaleza y un grupo de marroquís. No tuvieron problemas con la gente de los pueblos, excepto en algún caso puntual; ya se encargaba Jorque de transmitir lo importante que era la solidaridad y el acogimiento para los cristianos. “Jesucristo, dice, está en el pobre y está en el drogadicto y está en el gitano y está en el inmigrante. Está en toda persona que sufre”. Eso lo ha tenido siempre muy claro. Lo vivió en el seminario y siempre fue consciente de que “Jesucristo está más en las personas que en la eucaristía vacía. Si la eucaristía es celebrar lo que se vive entonces está también, pero si la eucaristía se celebra sin vivir con el pobre, en la eucaristía no está Jesucristo. Si no ves a Jesucristo en el pobre, en la eucaristía, tampoco”.
De la sierra de Madrid le mandan a la parroquia de San Jorge, en la capital, parroquia “puntera” en jóvenes en aquella época. La fruentaban sacerdotes que, con el paso del tiempo, fueron nombrados obispos. Allí llegó con una amplia melena, con el pelo rizado, en playeras y un poncho un tanto raido. Fue una experiencia dura y preciosa. Como su casa había sido siempre una casa de acogida, en la nueva parroquia no iba a ser menos. La casa era muy pequeña, pero allí vivieron también unos cuantos chavales. “Allí hicimos cosas grandes. Iniciamos el grupo de bocatas, que ahora están en la Cañada Real repartiendo bocadillos. Chavales que nunca habían salido de ese entorno y que cuando yo les dije que teníamos que ir a ver a los pobres del barrio, me dijeron: «No, en este barrio no hay pobres». Fuimos a dar una vuelta, con un bocadillo, y claro que había pobres. No estaban empadronados, no tenían techo, pero vivían allí. Dormían allí, en el barrio,. Y entonces empezamos a repartir bocadillos, con la intención de que el bocadillo fuera el medio para acercarnos a ellos. Costó porque era como dar una limosna, pero fue una experiencia tan bonita que siguen todavía, más de veinticinco años después. Siguen con ese grupo y les ha cambiado la vida mucho a alguno de ellos. Han acogido algunos de cada calle en sus casas y les han alquilado pisos y están viviendo allí, está siendo una experiencia muy buena”.
Según Jorge fue una “experiencia preciosa de encuentros y desencuentros”. En una ocasión, su segundo apellido le salvó. Estaba una vez un grupo de señoras hablando mal del de las zapatillos y del pelo rizado a lo afro. Y de pronto, una dijo: “¿Pero no sabéis que es un Bernaldo de Quirós?”. Un Bernaldo de Quirós podía hacer lo que quisiera, pero un “mindundi” con poncho y zapatillas, no podía. El caso es que algunos de los jóvenes de esa parroquia siguen yendo a la parroquia de Santa María de la Guía, una humildísima parroquia de la que es párroco, y alguna familia va siempre a misa allí. Fue, a pesar de todo, “una experiencia bonita” tener chicos con problemas de droga. Tenía tres, apoyado por la asociación de Hortaleza.
En San Jorge tuvo esa experiencia de acogida de toxicómanos, pero también de los pobres de la calle, donde sí que participó mucha gente, jóvenes y mayores. Las señoras hacían caldo en invierno y los bocadillos, participaban algunas tiendas del barrio que les daban la comida para hacer los bocadillos y el grupo de gente, que lo acogieron muy bien y trabajaron mucho. “Había pobre oficial de la iglesia, uno que hacía dibujos en el suelo. De vernos tomar café y andar los dos por ahí, ese pobre oficial sin nombre pasó a ser «el pobre amigo de Jorge», primero. Luego ya fue «Emilio». Después «Emilio, el jardinero», porque le encontramos un trabajo. Y finalmente «Emilio, el portero», porque terminó en una portería. Se jubiló hace unos años. Se fue a Cádiz, donde localizó a su hija. De no tener nombre a tener lo más importante, ¿verdad?… En el Evangelio, los milagros son un proceso”.
Y desde ahí ya empezó a tener contacto con los inmigrantes africanos, aunque seguía con el mundo de la droga con la parroquia de San Blas, donde había estado de seminarista. De la parroquia de San Jorge vuelve a la de San Blas, donde estuvo dos años. Como la experiencia de que los seminaristas vivieran en pisos se acabó y mandaran a todos a vivir al edificio del seminario, el piso que se tenía para los seminaristas se quedó vacío y empezó a acoger a chicos africanos.
Hace ya 26 años que consiguió que el Canal de Isabel II le dejara una casa, en la carretera de Colmenar, para casa de acogida a toxícómanos. Crean la asociación San Francisco de Asís y en la casa viven unos cuantos. Le mandan de párroco a Manzanares el Real y El Boalo, pero siguió viviendo en la casa de de la carretera de Colmenar, con drogadictos e inmigrantes. Un día, uno de los chicos de la droga echó gasolina y les quemó la casa. Era un chico armenio, consumidor de droga y con problemas de salud mental. En las parroquias de Manzanares y El Boalo hicieron un festival, colectas y otras actividades y le entregaron veinticuatro mil euros para rehacer la casa. Mientras rehicieron la casa, Cáritas les dejó una en Santa Hortensia y empezó a conocer a la asociación Publos Unidos, donde comienza a conocer con fuerza a los inmigrantes africanos.
De una forma natural, de la casa se fueron yendo los toxicómanos, que empezaban a tener ayudas del Plan Nacional sobre la Droga, así como de programas autonómicos y locales, y la atención empezó a ser para los subsaharianos. Con entusiasmo y cariño hace una reflexión profunda y vital: “Si el mundo de la droga a mí me dio y me hizo disfrutar y sufrir, en la misma medida de disfrutar muchísimo, pero sufrir muchísimo por recaídas, por robos, por cárceles, por familias deshechas y a la vez en la parroquia, haciendo ver a la gente que eso era la vida cristiana en el compartir y en el acompañar a la gente que sufría. Lo de la droga fue para mí una vida de plenitud, de ver muchas veces, de tocar al mismo Jesús en la cruz y tocar al mismo Jesús en la eucaristía. Ver la cara de muchos chicos y chicas que estaban sufriendo en el mundo de la droga fue una experiencia muy fuerte en la que también la oración me sostenía con muchísima fuerza”.
Cuando empezó a conocer la inmigración africana y subsahariana, cuando empezó a conocer a cada uno de los chicos, se le abrió otro mundo. “La alegría que proporciona la familiaridad, el trabajo con los inmigrantes, el ver cómo van saliendo cada uno de los chicos de situaciones de abandono y pobreza es algo que no tiene precio. Todas las historias de estas personas son alucinantes, desde los padres muertos en la guerra hasta el largo camino de angustia y soledad hasta llegar a España”.
Los inmigrantes
Sin ningún orden preestablecido de que me toca y te toca a ti, cada uno se pone a limpiar y otro se pone a preparar la comida en la casa de la carretera de Colmenar. No hay nadie que esté encargado de nada, pero todos los días hay comida, todos los días la casa se limpia, todos los días se riega y algo que tienen todos muy dentro es el que esta casa es de todos. Como ocurre en todas las familias, alguna vez hay alguien que remolonea, pero normalmente siempre hay quien hace las cosas y puede ser la mañana. Alguno sale, aunque no tenga trabajo o clases. Pero salen a Madrid a comprar alguna cosa, comprar algo de comida, si falta, o se van ellos de compras suyas. A las dos es la comida y está hecha todos los días. Jorge recuerda que en estos más de veinte años en estas casas tan solo una o dos veces no estaba preparada la comida.
Por la tarde empiezan a llegar los que trabajan, los que estudian y ya es un poco más de hacer vida de familia, de convivencia, pero también de ir por ahí con los amigos y un momento también de salir con los amigos que se van conociendo en el trabajo o en los estudios.
Los sábados son más tiempo de estar en casa, un día en el que se dedican más a la limpieza, a estar juntos (alguna vez hasta juegan algún partido de fútbol en el terreno que tienen alrededor de la casa). Los que se levantan muy pronto se levantan más tarde, pero son días de estar más de convivencia las dieciocho personas, seis en la casa del Canal, ocho en la de Renfe y dos en las caravanas (los africanos y un matrimonio peruano con tres hijas).
En la casa hay más musulmanes que cristianos, por casualidad y porque en África hay muchos musulmanes. En esa casa, como no tienen subvenciones de nadie (solo Cáritas les ayuda) se sienten libres para acoger a quien quieran. Ni tienen plazas concertadas ni que responder ante nadie. Se vive del sueldo de cura de Jorge, que va íntegro para esas casas, además de ayudas de amigos y conocidos, de cinco euros, diez, doscientos, a veces mil… “A veces nos va demasiado bien, comenta Jorge. Otras veces hay que salir corriendo a buscar dinero. Entonces hay que irse por ahí, a una parroquia, a alguien, a decirles mirad que no tenemos nada, si nos puedes echar una mano, pero también nos dan comida, nos dan cosas. Yo sí que soy buen ahorrador. No hago muchas cuentas, cosas que está mal, pero voy ahorrando bastante también”. Él siempre ha querido ser “un hombre de Iglesia” en este trabajo con los más desfavorecidos y están en red con otras asociaciones de la Iglesia, como Pueblos Unidos, Sercade, la parroquia de San Carlos Borromeo, la Merced Migraciones, la asociación El Olivar y alguno más. Esas asociaciones son las que le preguntan si tienen alguna plaza libre para acoger a alguien y a la inversa.
En esta casa, normalmente, cuando encuentran trabajo y pasa un tiempo se van, pero lo ideal es que la vean como su casa y que pasen el tiempo que sea necesario. Lo que buscan es ser una familia, y en una familia cuando uno quiere salir, sale. Se les suele dejar sitio a otros, pero cuando hay alguien que está muy metido en la casa y lleva mucho tiempo en ella, se suele quedar porque sirve de eslabón entre los nuevos que llegan y la casa; hay alguno que lleva doce años y es como como la continuidad del proyecto. La mayoría habla de poder ayudar a su familia y cuando empiezan a trabajar, a ganar un poco de dinero, ya se tienen que alquilar una habitación y casi tienen que a gastar todo lo que ganan. A esas personas, por los lazos de amistad y del cariño, y luego por la cuestión económica, les dejan seguir.
Y hay también alguno, como es el caso de Boni, que no tiene papeles y de momento no tiene posibilidades de conseguirlo, porque no saben ni de dónde es su familia y es muy difícil encontrarla. Estuvo en la cárcel por diversas razones, como venta de droga, durante ocho años, sin visitas de nadie, sin poder salir. Cuando cumplió la condena, el director de la cárcel le llamó a Jorge para contarle la situación: “Cómo le voy a dejar solo, en la puerta, sin conocer a nadie y, además, diabético que tiene que tomar medicación?”. Hace seis años que llegó a la casa y todavía no han conseguido los papeles de regularización. Como no tiene papeles, no tiene posibilidad de trabajar y entonces es el que está en la casa, encargándose de todo.
Jorge cree en la comunidad, en los lazos de amistad y hermandad, mucho más allá que los lazos de sangre. Sadio lleva doce años en la casa y Jorge le considera como su hermano, tiene una confianza total en Sadio. A veces discuten porque Sadio considera que Jorge, muy libre de trato, no “pone firme” a alguna persona que no se comporta, en determinados momentos, bien del todo. Pero se han enfadado muy pocas veces. Con todos los que van llegando “siempre hay alguno que ves que no le interesa lo que hacemos aquí, viene porque busca un sitio donde estar y que una vez que tiene su habitación, pues lo demás no le importa mucho. A alguno tenemos que decirle: mira, te tienes que ir porque nosotros te hemos acogido, has venido a una casa donde todo está limpio, donde todo está organizado, donde todos los días hay comida, donde tienes el abono transporte, donde tienes todas tus necesidades cubiertas y tú no lo estás valorando ni estás contribuyendo a que esto siga adelante. Si fuera por ti, esto se acababa, se cerraba y ya está. Y no puede venir nadie más”. Pero ocurre en raras ocasiones. “Este es nuestro hogar y de nuestro hogar, pues nadie nos echa, nadie nos dice ya has terminado tu tiempo y te tienes que ir. Algunos que no son tan de hogar llega su tiempo y se van. Pero muchos de los que se van, siguen teniendo relaciones con nosotros siguen viniendo, siguen teniendo relaciones siguen considerando esta su casa”.
Trabajos y vida de familia
De los que forman la comunidad San Francisco de Asís, dos trabajan de electricistas, están en dos empresas, uno está terminando estudios y otro está en prácticas, está haciendo una formación profesional dual, va todos los días a una empresa normal y otro ha terminado y está en una empresa de electricidad. Janot está trabajando en un horno de bollería industrial. Karim cuida a un señor, trabaja una semana interno y tiene dos libres. Otro trabaja en la construcción, otros dos están haciendo un curso de informática, otro de mecánica y otro se dedica la la limpieza de oficinas. Sadio, de Guinea Konakri, trabaja en una empresa de servicios para el Ayuntamiento de Madrid, se dedica a la recogida de aceite usado. Va por todos lo mercados de Madrid y en algunos pueblos también recoge. Lo tiene que vaciar en otros bidones, tiene que limpiar, lo tiene que tenerlo todo muy organizado. Y tiene que llevar a todos los cálculos de todo. Además, hacen otros servicios comunitarios en esta empresa.
La casa de la carretera de Colmenar, lógicamente, no es una casa al uso, tienen un huerto, tienen gallinas, hasta un futbolín… da muchas posibilidades para la convivencia. De vez en cuando salen a Madrid, al centro, y se comen sus bocadillos de calamares. Van, con cierta frecuencia a Las Navas del Marqués (pueblo natal de Jorge), a Ávila, a Salamanca o a Toledo. Visitas culturales, como ir al Museo del Prado, tampoco faltan. El fútbol, algunas tardes, no podía faltar. Como en cualquier casa, ver partidos se convierte en un rato de animación, de defensa de sus “colores” (Madrid, Barsa, Atleti, sobre todo). Alguna vez, como en cualquier casa, surge algún problema y hay cierre de futbol. Pero, por regla general, es una rato de ocio que ayuda a la unión entre todos.
Las fiestas religiosas
En la casa viven más musulmanes que cristianos, pero todos respetan y viven las fiestas religiosas de los demás. Todos celebran la Navidad y todos celebran el Ramadán. Hay muchos cristianos que hacen Ramadán también y el día de que termina el Ramadán, la fiesta final, también la celebran muchos cristianos con ellos. “Las fiestas cristianas, dice Jorge, las celebramos con mucha alegría: la Nochebuena, Navidad, Nochevieja y Reyes. Esto es una fiesta familiar. Y cuando es el Ramadán todos «sufrimos» el ayuno del día. Y luego, cuando llega el momento de comer, da gusto ver las caras de alegría de los que empiezan a comer a la puesta del sol. También celebramos la fiesta del cordero musulmán y los celebramos todos”. La relación con los de otros países es buena y fluida, les une la inmigración. No les importa que sean de un país más lejano o más cercano. Y, también, de alguna manera, les une la pobreza.
Muchos de los inmigrantes que llegan a España y que viven en esta casa consiguen crear una familia. Pero, sobre todo, en su país. Cuando consiguen los papeles y tener un trabajo suelen volver a ver a su familia y la mayoría se casa. Pero vuelven a España. Si se trajeran a España a sus familias sería imposible vivir, ya que tendrían que dedicar la mayor parte de su sueldo a tener una casa, por lo que la esposa y los hijos se suelen quedar en su país. Con el dinero que les mandan llevan una vida bastante aceptable. Desde el punto de vista económico, es más facil atender a los hijos desde aquí.
El porqué de una vida
¿Por qué, Jorge, una vida así? Nos hace toda una declaración de intenciones que explican los motivos de Jorge para llevar una vida como la que lleva: “Yo no me imagino una vida de cura distinta a la que he vivido. Desde que salí del seminario, ya acogí a un chico, estaba con otros dos curas, estaba en la UVA de Hortaleza y ya acogí a uno y ya siempre ha sido así. La convivencia siempre ha sido muy cariñosa con todos, pero sobre todo con los africanos, y con los otros también, con los de la droga. Fueron años de más dificultades, más problemas, pero también por las situaciones de dolor que vivían, eran también de mucha intensidad y de mucho cariño. Lo he pasado mal en momentos, pero también he sido muy feliz. Y ahora, desde que estoy con los inmigrantes, no tiene nada que ver con la droga, la convivencia es mucho mejor. Hay dificultades también, pero es que he sido y soy tan feliz… No entiendo ser cura y no acoger a gente que pueda estar pasando dificultades y vivir yo solo en una casa para mí. Desde que nací, siempre he vivido con gente. Cómo de cura voy a vivir mejor de lo que he vivido cuando no era cura. No me hice cura para vivir bien, sino para estar con la gente y para dar testimonio del Evangelio. Al final he conseguido vivir muy bien. Por eso no quiero yo dejar esto porque, sin quererlo, vivo muy bien porque nunca estoy solo; de la misma forma que yo les colmó de atenciones ellos lo hacen conmigo también”.
La parroquia
Pero Jorge también atiende una parroquia. Es el párroco de Nuestra Señora de la Guía. El templo es casi como una vivienda más, pequeño y austero situado en la colonia de San Cristóbal, un barrio obrero de Madrid que está atrapado en medio de altos barrios de la Castellana. Un lugar de encuentro (dentro y fuera del templo) en medio de las ochocientas viviendas de los años cincuenta para empleados de la Empresa Municipal de Transportes (EMT), defendiéndose como pueden del acecho de la especulación inmobiliaria. Las cuatro torres del final del paseo de la Castellana emergen amenazantes ante ese pequeño edificio de ladrillo visto. Cerca de su entrada, hay un crucifijo de tres metros de altura forjado con los hierros de un viejo autobús de la EMT, que desvela el gran contraste del barrio con la inmensa altura de las cinco torres más altas de Madrid. El sencillo templo se completa con un local que se utiliza para acoger y atender a las personas y celebrar comidas y encuentros. A la puerta “nos recibe” un colorista cuadro del lavatorio de los pies de Maximo Cerezo Como. Y a su lado en una pizarra que con letras hechas con trazos de tiza, anuncia los avisos parroquiales y el teléfono del párroco. También hay un cartel recordatorio en plástico que nos advierte: “Aquí construimos un futuro con emigrantes y refugiados”.
El templo, limpio y acogedor, está arropando a la feligresía con varios cuadros y fotografías de emigrantes como un actual viacrucis Y en un lugar destacado se halla el llamado “Espacio de la Memoria” dominado por un cuadro de una patera a la deriva y diversos objetos (¿reliquias?) de restos de naufragios (chalecos salvavidas, mantas de plástico, remos,…).
El altar tiene una luz central entre otras que no se enciende recordando la ausencia de luz en el barrio de la Cañada Real, de Madrid, desde hace dos años y medio. Candelas, Maribel, Maluque, Luis… todos destacan el sentido participativo de la misa de manera sencilla, auténtica, nada protocolaria, viviendo el ambiente de las primeras comunidades.
Es la parroquia de Jorge, adonde siguen llegando inmigrantes y españoles que les han acompañado y acompañan en su nueva vida en nuestro país. Un lugar donde se predica y se vive la solidaridad y el amor hacia los demás. Conociendo a Jorge no podía ser de otra manera.
LA HISTORIA DE BARRY
La historia de Barry es una una historia de superación desde niño. Viene de Guinea Conakry, de una familia muy pobre. Allí, cuando acompañaba a su padre a llevar a su abuela al hospital, esta muere en el camino. Para ayudar a su familia está de sirviente en una casa unos doce años, donde le pagaban muy poco y decide venirse a Europa. Junta el dinero vendiendo caramelos en un puestecito de chucherías y ahorrando todo lo que podía. Comienza el viaje y lo hace en avión hasta Marruecos. Se cree, él y otros inmigrantes, lo que le dicen: “que nada más bajar de ese avión les recogen en otro avión y llegan a Madrid y que el presidente y el rey van a recibirles, porque son personas y aquí les quieren mucho”.
Llega a Marruecos y se encuentra solo; la organización a la que había pagado para que le trajeran a España les llevan a una casa y les tienen allí dos meses sin salir para que no les descubra la policía. Después les llevan a otro sitio, donde está dos meses, sin salir de allí. Intentan llegar a la playa y les persigue la policía, vuelcan los dos coches en los que iban hasta arriba y alguno se rompe un brazo, otro las piernas, alguno, incluso, la cabeza, pero él sale ileso. Les llevaron a la frontera con Argelia y le dejan allí. Algunos se quedaron allí y ya no intentaron más, pero él, con otros, decide seguir andanco, colándose en trenes,… en un pueblo de Marruecos, las mujeres sobre todo, recordando a sus hijos, que también habían salido, les ayudaban. Le cogen y, durante un timpo, le meten en la cárcel, donde tenían que dormir en el suelo de lado, sale lleno de chinches… Después de un año en Marruecos consiguen que les den tablas, clavos y pintura para hacer una barca para cruzar hasta Canarias; hicieron tres y la suya llegó, de milagro, porque uno se empeñó y sacando agua con un vaso, hasta que apareció el helicóptero y les recogieron. De Canarias les llevan a Valencia en avión y allí les llevan a la comisaría a un grupo, donde les cogen las huellas y les ponen en fila en la calle. Un policía delante y otro detrás, van andando y, de pronto, el policía que va delante se pone detrás de ellos, siguen andando y los policias desaparacen, con lo que les dejan solos en medio de la ciudad, sin saber qué hacer, si volver a la comisaría o qué porque les habían abandonado.
Estuvo durmiendo un tiempo debajo de un puente en el cauce antiguo del rio Turia, se va a Barcelona y luego llega a Madrid, se va al albergue de la Cruz Roja y allí le ponen contacto con Pueblos Unidos, todo eso con veintiuno o veintidós años, y le llevan a una casa, donde conoció a Jorge y, al poco tiempo, se va a vivir a la casa de Jorque de la asociación San Francisco de Asís. Hicieron los papeles, encontró trabajo, se fue a ver a su familia, la segunda vez que fue a ver a su familia, se casó allí y la tercera vez que fue ya se quedó la mujer embarazada y cuando cumplió la niña dos años, ya se la pudo traer. Estuvo trabajando de interno en la casa del doctor Palacio Carvajal, un excelente traumatólogo, donde le trataron muy bien y le permitieron empadronarse en su domicilio para poder traer a su mujer y a su hija.
Después, Cáritas le dejó una casa y tuvo otra hija y ahora ha tenido la tercera. Está trabajando en una empresa de limpieza y sigue manteniendo la relación, excelente relación, con los inmigrantes que viven en la carretera de Colmenar y también con la parroquia de Jorge. Una relación de amistad. La historia de Barry es la historia de muchos que han pasado por la casa. Ha escrito, incluso, un libro, contando su experiencia: De África a Europa.
La historia de Vismar
El padre de Vismar, que era pescador, murió en el mar durante la guerra de Liberia, cuando Vismar tenía seis años, su hermano cuatro y las otras dos hermanas, que eran más pequeñas, tenían seis. Cuando vuelve del colegio se entera de que su padre había muerto, su madre y sus dos hermanas no estaban y ya nunca más supo de ellas; no sabe si las mataron, las raptaron o qué ocurrió. Como estaban en guerra, a su hermano y a él les llevaron a un campo de refugiados en Ghana, donde les atendieron muy bien, pero luego, y con ocho o diez años, estuvo trabajando en una mina donde le pagaban una miseria, un euro al día. Y después, de panadero. A veces se caía del peso que llevaba la cesta del pan hasta que decidió venirse. Y de país en país hasta llegar a Senegal, donde cogió una patera junto a otros casi setenta subsaharianos. Fueron siete días, hasta llegar a Canarias, de mar embravecido con olas que parecían montañas, de olas enormes, de acabarse la comida, de acabarse todo y de llorar todo lo llorable del mundo.
Y llegó a Canarias. De allí le trajeron a Madrid, donde le recogió la Cruz Roja y, después, Pueblos Unidos, donde conoció a Jorge, y a partir de ahí ha sido una vida intensa, de salida de todas las penalidades que había pasado. Desde la casa de San Francisco de Asís ayudaron a estudiar a su hermano, que está ahora trabajando en un banco en Ghana, donde le hicieron una casa, se casó y ya tiene una hija.
Vismar se quedó aquí, frecuentaba la parroquia y se casó con una chica de la parroquia. Tienen dos hijos y está ahora mismo de encargado en un horno de las tortas para para los tacos. Su mujer es española, maestra en un colegio. La familia de ella son “lo mejor del mundo”. Le acogieron muy bien y él, como es lógico, se porta muy bien con todo el mundo. Es “muy moderno”, ha entendido muy bien la cultura española y a participar la casa junto con su mujer, desde la limpieza hasta en la comida, es una pareja de estos tiempos. Vismar y su familia siguen yendo por la parroquia de Santa María de la Guía (al lado de la Plaza de Castilla, de Madrid) donde colaboran en todo lo que pueden.
La historia de Sadio
Un vecino de Sadio, en Guinea Conakry, se marchó a Senegal para subirse a una patera y llegar a España. Pero la patera se hundió y se quedó de refugiado en Senegal, después de pagar a las mafias para poder entrar en la patera, lo mismo que les sucedió a otros de Gambia, Camerún y otros países. Sadio era conductor de camiones en su país y, con lo que tenía ahorrado, marchó a Senegal a unirse con su vecino para embarcar hacia Canarias. Sadio tuvo que pagar cuatrocientos euros para subir a la barca, junto a su vecino, y después de muchas vicisitudes y ocho días de travesía consiguió llegar a España. La casa de la carretera de Colmenar le ha servido para vivir y conseguir un trabajo. Con sus papeles en regla hace unos años marcha a su país y se casó, pero volvió a España donde sigue viviendo. Va, cuando puede, a Guinea Conakry y ya tiene dos hijos, de siete y cuatro años, y espera el tercero. “Yo quiero, dice Sadio, que Europa haga dos cosas. Una, que creen proyectos en África para que la gente, en vez de venirse aquí a sufrir, que tenga más posibilidad de encontrar trabajo allí. Y que hagan políticas que impidan que los altos funcionarios de los países no roben allí y escondan el dinero aquí”.